EL PERDÓN DE LOS PECADOS, LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA VIDA DEL MUNDO FUTURO. AMÉN

El último tema de nuestra formación sobre la profesión de fe, el Credo, nos muestra que El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos.

1. CONFIESO QUE HAY UN SOLO BAUTISMO PARA EL PERDON DE LOS PECADOS

Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16, 15-16)

El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Cfr. Rm 4,25), a fin de que «vivamos también una vida nueva» (Rm 6,4).

En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad. Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario, todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal».

En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado? «Si, pues, era necesario que la Iglesia tuviese el poder de perdonar los pecados, también hacía falta que el Bautismo no fuese para ella el único medio de servirse de las llaves del Reino de los cielos, que había recibido de Jesucristo; era necesario que fuese capaz de perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado hasta en el último momento de su vida».

Por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia.

El poder de las llaves

Cristo después de su Resurrección, envió a sus apóstoles a predicar «En su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones» (Cfr. Lc. 24,47). Este misterio de la reconciliación, no lo cumplieron los apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo, llamándoles a la conversión y a la fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo.

No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar: «No hay nadie tan perverso y tan culpable, que no debe esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero». Cristo que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado» (cfr. Mt 18, 21-22).

2. ESPERO LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS

El Credo cristiano – profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora – culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (Cfr. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad.

«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11)

El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales» volverán a tener vida.

Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella».

«¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe…. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. ( 1 Co 15, 12-14. 20).

¿Cómo resucitan los muertos?

¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

¿Quién resucitará?

Todos los hombres que han muerto: «Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,29)

¿Cómo?

Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24,39).; pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El «todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora», pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp. 3,21), en «Cuerpo espiritual» ( 1 Co 15,44)

Este «cómo» sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un principio de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Irineo de Lyón)

¿Cuándo?

Sin duda en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1Ts. 4,16).

El sentido de la muerte cristiana

Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. «Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia» (Flp 1,21). «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él» (2Tm 2,11).

En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (Cfr. Lc 23, 46).

«Mi deseo terreno ha desaparecido…; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí «ven al Padre» (San Ignacio de Antioquía). «Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús). «Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresita del Niño Jesús).

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino.

La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte «De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor», (Letanías de los santos) A pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de nuestra muerte» (Ave María), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte.

«Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23).

3. ESPERO LA VIDA DEL MUNDO FUTURO. «VIDA ETERNA»

El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y de da a Cristo en el viático como alimento para el viaje.

El juicio particular

La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo dela gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento hable del juicioprincipalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; perotambién asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de lamuerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobreLázaro (Cfr. Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Cfr. Lc 23,43), así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros.

El cielo

Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es», cara a cara (Cfr. 1 Co 13, 12; Ap 22,4).

Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (Cfr. Jn 14,3). Por su muerte y Resurrección Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad.

El infierno

Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: «Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn. 3,15).

Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (Cfr. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno».

La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que «quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión» (2P 3,9).

El juicio final

La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hch 24,15), precederá al Juicio final. Esta será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal para la condenación. Entonces, Cristo vendrá en su gloria acompañado de todos sus ángeles…. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda…. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31. 32. 46.)

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Solo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, el pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia.

La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificado en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado.

La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. En este «universo nuevo» la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap. 21,4).

Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal. Dios será entonces «todo en todos» en la vida eterna.

Y así termina la historia de la salvación del hombre, esa historia que la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, ha escrito. Con el fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio final alaba la obra del Espíritu Santo. Su labor santificadora comenzó con la creación del alma de Adán. Para la Iglesia, el principio fue el día de Pentecostés. Para nosotros el día de nuestro bautizo. Al acabarse el tiempo y permanecer solo la eternidad, la obra del Espíritu Santo encontrará su complacencia en la comunión de los santos, ahora un conjunto reunido en la gloria sin fin.

4. AMEN

El Credo, como el último libro de la Sagrada Escritura (Cfr. Ap 22,21), se termina con la palabra hebrea “Amén”. Se encuentra frecuentemente al final de las oraciones del Nuevo Testamento. Igualmente, la Iglesia termina sus oraciones con un «Amén».

En hebreo «Amén» pertenece a la misma raíz que la palabra «creer». Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad. Así se comprende por qué el «Amén» puede expresar tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra confianza en Él.

En el profeta Isaías se encuentra la expresión «Dios de verdad» literalmente «Dios del Amén», es decir, el Dios fiel a sus promesas: «Quien desee ser bendecido en la tierra, deseará serlo en el Dios del Amén» (Is 65,16). Nuestro Señor emplea con frecuencia el término Amén (Cfr. Mt 6, 2. 5. 16), a veces en forma duplicada (Cfr. Jn 5,19), para subrayar la fiabilidad de su enseñanza, su autoridad fundada en la Verdad de Dios.

Así pues, el «Amén» final del Credo recoge y confirma su primera palabra: «Creo». Creer es decir «Amén» a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de El que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el «Amén» al «Creo» de la Profesión de fe de nuestro Bautismo.

«Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe» (San Agustín). Jesucristo mismo es el «Amén» (Ap 3, 14). Es el «Amén» definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro «Amén» al Padre: «Todas las promesas hechas por Dios han tenido su «Sí» en él; y por eso decimos por él. «Amén» a la gloria de Dios ( 2Co 1,20).

Por El, con El y en El,
a ti Dios Padre omnipotente
en la unidad del Espíritu santo,
todo honor y toda gloria,
por los siglos de los siglos.

AMÉN

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